miércoles, 9 de abril de 2008

Los caracoles

Desde hace algún tiempo, los lugares lentamente se van desgastando hasta quedar completamente inútiles. Es así que con los días la búsqueda del lugar apropiado se convierte en algo tan importante como el desayuno. No creo poder soportar la falta de un café caliente. O al menos algún mate de domingo si uno está con ese desgano de las once que aplaza cualquier convención formal de una mesa con tostadas y manteca para que salve el problema. Pero cuando la ausencia del café se hace diaria me convenzo de que algo grave está pasando. Los lugares, al igual que las mañanas sin café, se van disolviendo como granos de azúcar en una masa interminablemente negra que los licua y los hace tan transparentes que ni siquiera nosotros los podemos ocupar. Algunos días intento descifrar cada uno de los laberintos en que se esconden esos lugares que voy eligiendo para vivir, no tanto como el lugar en donde se encuentra la casa de la calle Rivadavia al tres mil cuatrocientos, o el sexto B de Pringles al ochocientos, sino esos lugares en donde uno va enmudeciendo cada carta que recibe, adormeciendo cada foto ordenada por fecha en el segundo cajón de la derecha o escribiendo palabras apuradas, cuando el tiempo se deshace como ahora, desparramando por el piso todos los años con los meses y los días como alfileres de un costurero. Los lugares, esos huecos en el aire que van abanicándose como el sol de una tarde a otra, se han vuelto en estos últimos años más movedizos que en los anteriores, cuando los podía distinguir con apenas una vista rápida, inclusive sin tostadas ni manteca. Pero en estos días en que el crisol de los ojos le va quitando uno o dos colores al arco iris porque ya no los necesita, los lugares se vuelven un poco más indefensos. Las paredes se van haciendo tan finas que toman el espesor de una tela y las puertas que antes se cerraban con dos vueltas de llave ahora, a causa quizá de la memoria, van quedando abiertas durante varios días más. El resultado es el previsible. En los días de otoño, los vientos empapados de hojas amarillas entran por la puerta sin pedir permiso y van arremolinando la tela de las paredes hasta arrancarlas por los aires y dejarlas columpiándose en las ramas más altas de los pinos. Los lugares, después del otoño, se hacen inútiles. Mi tía Elvira, que sabe un poco más de hombres que de lugares, me dice que después de todo no es importante el otoño. Porque así como el viento entra furioso retorciendo esas telas, abriendo y cerrando cada uno de los cajones hasta que el aire se llena de hojas amarillas y no tanto, también se ocupa de ir amontonando todas las cartas que tenemos guardadas unas sobre otras, cada una de las fotos que están ordenadas por fechas en el segundo cajón de la derecha, hasta dejarlas suspendidas en el aire el tiempo necesario para que las madure el olvido, como a las hojas. Y después, cuando la misma sed las resquebraje de amarillo, habrán de caer muy lejos, en pedacitos, donde tal vez alguien pueda llegar a rescatarlas de un aroma invisible. Al pasar los días de lluvia, dice mi tía Elvira, los caracoles suelen encontrarse en las paredes sin que uno los haya visto treparse. Es por eso que al descubrirlos como manchas sobre la antigua pared blanca del patio de Rivadavia al tres mil cuatrocientos nos damos cuenta que siempre estuvieron escondidos en el jardín, y si no fuera por el agua que casi los ahoga, no los hubiéramos visto nunca. Los lugares, esos caracoles que se mueven a pesar de que se hacen invisibles y escurridizos, tarde o temprano se encuentran escapando por las paredes, en constante huida, hasta que alguno de nosotros trae de la cocina un puñado de sal y los va friendo lentamente, como caracol que uno es, para ver si de una vez por todas terminan de correr. Esos lugares cambiantes de caracoles que se guardan en silencio unos cuantos años dentro del caparazón y que después de un viento o una lluvia de otoño se van deshilachando en la lentitud de la huida, algunas veces nos devuelven fuera de tiempo la voz de esas cartas apiladas una sobre otra que el viento había resquebrajado o despiertan en horas de la noche a cada una de las fotos ordenadas por fecha en el segundo cajón de la derecha, y al escampar el día aún sobre la espalda, casi sin darnos cuenta atardecemos trepados a la antigua pared blanca del jardín escapándonos del agua. Es en esos días, en los que el viento no serpentea tanto con el amarillo de las hojas, que nos quedamos viendo a mi tía Elvira con un puñado de sal en la mano intentando detenernos, para que ya dejemos de correr.
Ricardo Cardone

1 comentario:

Moe - Juan - Néstor dijo...

JUSTO VI EN LA PAGINA DE "ESCRIBIRTE" LO DEL PROGRAMA. LLEGUE TARDE, PERO TRATARE DE ESCUCHARLOS EL PROXIMO MIERCOLES.

SALUDOS

Moe