jueves, 3 de abril de 2008

Un Ulises que no llega

No debió ser un réquiem olvidado. No debió la distancia correr el riesgo de una indiferencia impostergable. No duele el tacto cuando obra como un sentido abstracto. No duele la vista ante la oscuridad de una noche cerrada. No duelen los oídos cuando el silencio es inevitable. Duele la soledad con que se encuentra un hombre al borde de la muerte, o el llanto de un niño frente al desamparo. Duele la soledad de saber que no hay manos que tomen manos, pasos que sigan pasos, un hombro que contenga una angustia. El abismo ya no es un pasado recurrente, una muerte inesperada, la soledad de los muertos. En todo caso el abismo será lo oscuro de esas manos, los pasos que no están, una espalda por un hombro. El abismo es la infinidad de una costa en la que se teje lo eterno de una espera. Puede que por obra de alguna estima olvidada se mire a un río como si fuera mar, se espere a un barco como si fuera una idea necesaria, se espere infinitamente a un Ulises que no llega. La magnitud del tiempo hace de la virtud de la paciencia un defecto fatal. Imagino amaneceres imborrables en las costas de este río, infinidad de voces y miradas al naciente que dicten leyes, construyan países, fomenten reformas, condenen muertos, revivan odios, licúen penas en la mitad de un olvido. Imagino algún atardecer religioso que construya una esperanza, algún dios que tome el nombre de Neptuno, una promesa de reforma inconclusa. Construimos los países en el borde, casi de la misma forma en que crecimos, mirando el mar, repitiendo con letra prolija y ordenada cada uno de los cabildos abiertos de 1810, izando y arriando banderas con precisión definida. Pero olvidamos el dolor de la distancia, el sentido abstracto que esta tiene. No se puede entender un dolor cuando se mide una distancia. No duele el frío de una noche que se presenta como última si uno no se acerca a esa noche, si el silencio de una radio no se vuelve latidos, si se ignora a la muerte propia. No se puede construir un país de espaldas, redactar leyes con los ojos, hablar del frío sin el tacto. Porque no duele. Lo único que duele es el sentido de la vista. Pobres mortales. Lo único que les duele es el sentido de la vista y su conocimiento de una realidad escasa, falaz. Reconocemos al dolor por el llanto, de la misma forma que ignoramos la condena que le debe caber a todo hombre que reconociera haber perdido su sensibilidad. Nacemos y crecemos sacándonos todos los días un país de encima como quien se saca un problema de trabajo a las seis de la tarde. Haciendo y deshaciendo leyes, prontuarios y guerras. Apoyando placas al pie de cruces blancas que dicen Soldado Argentino, sólo conocido por Dios. Y nos creemos que en la guerra somos todos iguales, sin el orgullo de un nombre, de un padre o una madre, de una historia que contar, de un amor por quien sufrir. Solamente Dios conocerá a un hombre que fue temerario soldado. Solamente nosotros continuaremos sentados de espaldas frente a un mar que calla nuestras miserias, promete cantos de sirenas y no habla de lo inconcluso de una juventud urgente. Ulises no llega ni llegará, sin embargo Penélope seguirá tejiendo su manto con los ojos cerrados, como siempre.

Ricardo Cardone

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